La intelectualidad no es un título, ni un grado, ni un premio, ni siquiera una consideración social, sino una posición de lealtad de cara al humanismo y a la ciencia. En una sociedad de los valores, el intelectual se considera a sí mismo en permanente débito con la perfección que le falta alcanzar a su saber, lo que le conduce a la disposición de escuchar para aprender. En la sociedad del poder, el intelectual intenta hacer valer una posición, por muy relativa que sea, para en ese espacio imponer su criterio. Incluso es posible que una misma persona intelectual adopte una doble personalidad de acuerdo al entorno en el que actúa: En un contexto puede ser absolutamente intransigente y en otro receptivo, según le parezca qué prestigia en cada momento más su posición.
El objeto del intelecto es el saber, pero todo saber se posee de acuerdo a las proposiciones que se consideran verdaderas por el juicio de la razón, lo que no excluye que puedan existir otras proposiciones, igualmente verdaderas, que puedan incidir en modificar el contenido de cualquier saber enriqueciéndolo, que es como se ha constituido la cultura universal que está en la fuente de todo saber, porque nadie nace sabiendo y lo que sabe se lo debe a quienes le han enseñado lo que sus antecesores han descubierto. Ello debería mover a cada intelectual a no rehuir el debate de sus ideas y tesis, pues el contenido de verdad que posean el debatirlo no lo perjudica, sino lo reafirma; de los contenidos que no estuvieran suficientemente fundamentados en la verdad, el debate lo que origina es la necesidad de proseguir en esa fundamentación hasta que no puedan ser rebatidos. De ese proceso que se deriva de someterse humildemente a la crítica nadie puede salir perjudicado si lo que realmente se busca es el imperio de la verdad.
La permanente proliferación de inteligencias humanas lógicamente debe facilitar la renovación del saber, no sólo porque generen nuevas realidades sobre las que anteriormente nada se podía decir, sino porque incluso todo lo anterior pensado puede ser enriquecido en virtud de haber muchas más cabezas pensantes indagando sobre las condiciones de verdad de cada una de las proposiciones realizadas en la historia. Siendo eso así, ningún intelectual debería practicar el ostracismo de blindar sus ideas a la posibilidad de una leal revisión, ya que la verdad se mantiene por sí misma, con independencia de quien la proclame.
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HONRADEZ INTELECTUAL
La intelectualidad no es un título, ni un grado, ni un premio, ni siquiera una consideración social, sino una posición de lealtad de cara al humanismo y a la ciencia. En una sociedad de los valores, el intelectual se considera a sí mismo en permanente débito con la perfección que le falta alcanzar a su saber, lo que le conduce a la disposición de escuchar para aprender. En la sociedad del poder, el intelectual intenta hacer valer una posición, por muy relativa que sea, para en ese espacio imponer su criterio. Incluso es posible que una misma persona intelectual adopte una doble personalidad de acuerdo al entorno en el que actúa: En un contexto puede ser absolutamente intransigente y en otro receptivo, según le parezca qué prestigia en cada momento más su posición.
El objeto del intelecto es el saber, pero todo saber se posee de acuerdo a las proposiciones que se consideran verdaderas por el juicio de la razón, lo que no excluye que puedan existir otras proposiciones, igualmente verdaderas, que puedan incidir en modificar el contenido de cualquier saber enriqueciéndolo, que es como se ha constituido la cultura universal que está en la fuente de todo saber, porque nadie nace sabiendo y lo que sabe se lo debe a quienes le han enseñado lo que sus antecesores han descubierto. Ello debería mover a cada intelectual a no rehuir el debate de sus ideas y tesis, pues el contenido de verdad que posean el debatirlo no lo perjudica, sino lo reafirma; de los contenidos que no estuvieran suficientemente fundamentados en la verdad, el debate lo que origina es la necesidad de proseguir en esa fundamentación hasta que no puedan ser rebatidos. De ese proceso que se deriva de someterse humildemente a la crítica nadie puede salir perjudicado si lo que realmente se busca es el imperio de la verdad.
La permanente proliferación de inteligencias humanas lógicamente debe facilitar la renovación del saber, no sólo porque generen nuevas realidades sobre las que anteriormente nada se podía decir, sino porque incluso todo lo anterior pensado puede ser enriquecido en virtud de haber muchas más cabezas pensantes indagando sobre las condiciones de verdad de cada una de las proposiciones realizadas en la historia. Siendo eso así, ningún intelectual debería practicar el ostracismo de blindar sus ideas a la posibilidad de una leal revisión, ya que la verdad se mantiene por sí misma, con independencia de quien la proclame.