En septiembre de 1940 el presidente Castillo nombró al frente del Ministerio de Hacienda a Federico Pinedo (abuelo del Federico Pinedo-Pro), dirigente del antiguo Partido Socialista Independiente y exponente del ala liberal de la Concordancia, el bloque de fuerzas conservadoras y liberales a cargo del gobierno. Hacía una década que los círculos tradicionales de terratenientes, comerciantes, banqueros y capitalistas extranjeros había derrocado al gobierno de Hipólito Yrigoyen e impuesto, primero una dictadura de signo nacionalista y contenido profundamente antinacional, y luego una democracia de carácter fraudulento.
El ciclo de apogeo de la próspera semicolonia agroexportadora, basada en la renta diferencial de la pampa húmeda e inserta en la órbita del viejo imperio británico, hacía tiempo que evidenciaba signos de agotamiento.
A ese contexto intentó «responderle» el Plan Pinedo, que era una especie de «letra chica» del Tratado Roca-Runciman y que consistió -en resumen- en lo siguiente:
partía de reconocer la declinación irreversible de Gran Bretaña como metrópoli industrial de la vieja semicolonia agroexportadora, y tomaba nota de la posición gravitante en que quedaría Estados Unidos luego de la guerra. Significaba, en este sentido, un giro del eje de la dependencia que tenía por punto de apoyo una triangulación comercial. Las divisas, producto de las exportaciones agropecuarias, que el gobierno inglés mantenía congeladas, debían ser sustituidas por créditos de Estados Unidos, aplicables a la compra de máquinas, equipos e insumos fabriles que el antiguo imperio ya no podía suministrar. A su vez, a cambio de los cereales y de la carne vendidos a precio fijo y sin interés por los productores argentinos, el país recibiría títulos de la deuda británica y acciones de las empresas ferroviarias instaladas en el país, que el gobierno habría de nacionalizar según un plan elaborado por el propio Pinedo cuando era asesor de esas compañías. Un capítulo central del Plan consistía en la compra por el Estado de los excedentes de las cosechas que no tenían entrada en los mercados europeos, y en el fomento de las industrias manufactureras y de la construcción, para sostener el nivel de actividad económica y neutralizar los efectos de la desocupación. A tales fines el Banco Central dispondría durante cinco años (período de emergencia) de los depósitos movilizables de la banca privada, con los cuales constituiría un Organismo de Financiación que otorgaría créditos a 15 años a las industrias cuyos artículos no compitieran con las importaciones, y tuvieran posibilidad de exportación. Para las empresas constructoras los créditos serían a 30 años y estarían destinados a promover la edificación de viviendas económicas, con bajo porcentaje de insumos importados. El proyecto incluía entablar negociaciones con los gobiernos de Brasil y Estados Unidos para echar las bases de una zona de libre comercio que abarcase el país del norte y el sur de América Latina.
¿Por qué se cayó? No fueron razones estrictamente técnicas sino exclusivamente políticas la que frustraron el plan, que no llegó a ser nada más que eso, un plan para «subsidiar» una industrialización cautiva y dependiente del Estado.
A lo sumo se proponía mantener la estructura manufacturera existente, amenazada por una nueva crisis con la consiguiente repercusión social sobre la estabilidad de la dominación oligárquica. El mensaje que el Poder Ejecutivo envió al Congreso no ofrecía dudas al respecto. En relación a los estímulos fabriles advertía que “ello no significa, desde luego, que toda industria debe ser fomentada. Debemos precavernos del error de promover aquellas producciones que tiendan a disminuir las importaciones de los países que sigan comprando nuestros productos en medida suficiente para pagar esas importaciones. De lo contrario crearemos nuevos obstáculos a las exportaciones: hay que importar mientras se pueda seguir exportando”.
Sin embargo, pese a la claridad de esta declaración de propósitos, el contenido del Plan provocó una fuerte diferenciación dentro del bloque de clases gobernantes. Los criadores agrupados en Carbap y en las sociedades rurales del interior, organizaron una feroz resistencia apoyados por la UCR, mientras que la Sociedad Rural no lo objetó en principio, pero advirtió contra el peligro de fomentar “industrias artificiales”. En cambio, la Unión Industrial le dio un caluroso apoyo y a la Bolsa de Comercio le pareció razonable respaldar la actividad fabril existente. Las divergencias reflejaban los realineamientos que se habían producido en el seno de las clases propietarias a lo largo de los años 30. Los ganaderos medios, cuyo negocio era la cría, querían a toda costa mantener el viejo status quo agroexportador, bloqueando todo desenvolvimiento fabril, amenazara o no las importaciones provenientes de los países compradores. Su interpretación de la vieja consigna de los años dorados —“comprar a quien nos compre”— no admitía variante alguna. La posición del radicalismo alvearizado, representante de las capas medias rurales y de la pequeña burguesía urbana ligada al aparato de los servicios, era la misma. No era el caso de los invernadores que, asegurado el mercado británico del chilled mediante las cuotas asignadas en el Pacto Roca-Runciman, podían exhibir una posición más flexible. Constituían el núcleo central del poder oligárquico y estaban en mejor posición para comprender la necesidad de aceptar ciertos cambios para preservar su presente hegemonía. Además, ciertas modificaciones se habían operado en los círculos dirigentes de la oligarquía, a partir de la derivación de parte del capital comercial radicado en el circuito agroexportador hacia ramas fabriles que operaban con altas tasas de retorno.
La consolidación de Bunge y Born en los años 30 como corporación inicialmente dedicada a la comercialización internacional de la producción cerealera, y luego diversificada en inversiones agroindustriales y fabriles ligadas al negocio original, era uno de los casos ilustrativos de la ramificación del capital que se estaba produciendo. Al mismo tiempo, los cambios operados en la composición de la propiedad en las ramas industriales a raíz del crecimiento de la inversión extranjera, eran considerables. De acuerdo a la estimación de Adolfo Dorfman, en 1935 la mitad del capital invertido en la estructura fabril pertenecía a firmas extranjeras.
La mayor expansión registrada en este campo durante las décadas del 20 y del 30 correspondió a compañías norteamericanas. Simultáneo a la consolidación de esta presencia gravitante, se había desarrollado un marcado proceso de centralización y concentración del capital, al punto que en vísperas de la segunda guerra mundial un reducido núcleo de establecimientos (menos del 5 % del total) generaba más del 50 % del producto industrial y daba ocupación a más de la mitad de los obreros fabriles.
Sin embargo, para imponer la reorientación del capitalismo dependiente que suponía el Plan Pinedo, se necesitaba algo más que el apoyo entusiasta de la UIA y la aceptación parcial y con estrictas reservas de la Sociedad Rural. La influencia de los círculos tradicionales del status quo oligárquico era suficiente todavía para resistir los cambios. El Plan y el proyecto de ley correspondiente fueron aprobados por el Senado el 18 de diciembre de 1940 por 17 votos contra 3. Pero la Cámara de Diputados nunca llegó a tratar la iniciativa.
El partido radical, que había ganado la mayoría en la cámara baja a principios de año, le reclamó al gobierno de Castillo, quién había reemplazado al presidente Ortiz en julio, que dispusiera la intervención a la provincia, anulara las elecciones tramposas y ordenase al Ejército controlar los próximos comicios en Mendoza. En caso contrario no aportarían número en la sesión, en la que además del plan del Palacio de Hacienda, debían tratarse el Presupuesto y la Ley de Armamentos de Militares. Pinedo, consciente de la gravedad de la situación, propuso una fórmula de transacción a Marcelo T. de Alvear, titular del Comité Nacional de la UCR: en las próximas elecciones y mientras durase la guerra, conservadores, liberales y radicales presentarían listas cuyo primer tercio o mitad se elaboraría de común acuerdo. La dirección de la UCR, cuyos senadores habían votado contra el Plan, exhibiendo una posición cerradamente antiindustrial, se manifestaron proclives a aceptar la propuesta, siempre y cuando fueran anuladas las elecciones en Santa Fe. Sin embargo, a quienes no les cayó bien la iniciativa fue a la dirigencia del Partido Demócrata Nacional, cuya desconfianza precipitó la renuncia de Pinedo y el hundimiento de su proyecto.
Castillo siguió gobernando durante más de dos años, en su mayor parte con el respaldo de la oficialidad nacionalista del ejército, pero no pudo reponerser del «revés» parlamentario.
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En noviembre de 1940, Federico Pinedo, designado Ministro de Hacienda por el presidente Ramón Castillo, propuso un Plan de Reactivación Económica El Plan Pinedo propuso, como salida a las dificultades que la guerra generaba en la economía argentina, tres objetivos: a) insistir en la compra de las cosechas por parte del Estado, para sostener el precio de las mismas; b) estimular la construcción pública y privada, por su efecto multiplicador sobre muchas otras actividades de la economía; y c) incentivar la producción industrial.Pinedo advirtió claramente el problema de una economía excesivamente cerrada en sí misma y propuso estimular las llamadas "industrias naturales", que elaboraran materias primas locales y las exportasen a mercados tales como los países vecinos y Estados Unidos. Por esa vía, a largo plazo, la Argentina solucionaría el problemático déficit comercial que mantenía con el país del Norte, que indudablemente se incrementaría a la par del crecimiento del sector industrial argentino, y, con este último, el aumento de la demanda de insumos, máquinas, repuestos y combustibles, elementos de los cuales el mercado norteamericano era el principal proveedor.
La propuesta no preveía que la Argentina interrumpiera su provisión de alimentos a Gran Bretaña, país que pagaría estas compras entregando de manera gradual sus ferrocarriles instalados en la Argentina. A la vez, la Argentina podría adquirir de Estados Unidos sus necesidades de productos manufacturados, para lo cual el gobierno argentino recibiría del país del Norte un préstamo de 110 millones de dólares. De haberse concretado en la práctica la propuesta de Pinedo, ésta habría implicado una modificación de los términos de la relación triangular Argentina-Gran Bretaña-Estados Unidos y una inserción de la Argentina en el mundo sustancialmente distinta a la de las décadas anteriores.El plan despertó diversas reacciones, no sólo entre los actores económicos sino también entre los distintos partidos políticos, pero los apoyos no fueron suficientes como para darle el impulso que necesitaba para convertirse en política oficial. Su tratamiento parlamentario quedó trabado en la Cámara de Diputados y su fracaso desencadenó la renuncia de Pinedo.
No obstante, este plan sentó un precedente muy importante para la orientación económica en los años venideros, ya que contribuyó a cimentar una visión favorable acerca de la industrialización y del desarrollo del mercado interno, dos elementos que caracterizarían luego la política económica del peronismo.
El Ministro de Hacienda Federico Pinedo, presenta entonces ante el Congreso de la Nación -para anticiparse a los temidos efectos de la conflagración- el Plan de Reactivación de la Economía Nacional. Plan pro-aliado, industrialista, considerado por Juan José Llach como el primer documento de Estado donde se intenta modificar parcialmente la estrategia de desarrollo económico vigente; con un objetivo principal: conciliar industrialización y economía abierta, fomentando el comercio con los Estados Unidos y creando un mercado de capitales. Alienta un programa de préstamos industriales, aumentar la construcción de viviendas, revisar las tarifas aduaneras y promover la adquisición por parte del gobierno de los saldos exportables agrícolas no colocados. En síntesis, propone mantener abierta la economía "oficializando" la industrialización, pero dejando claramente establecido que el agro sigue siendo "la gran rueda de la economía" y que la industria actuaría a la manera de engranaje secundario, cuyo funcionamiento sería activado sólo cuando aquélla tuviera dificultades.
La propuesta de Pinedo da cuenta de la creciente hegemonía de las posiciones industrialistas, de las dificultades por las que atraviesa el comercio internacional y de la necesidad de dinamizar la alicaída demanda interna. La acción estatal es vista como la única alternativa. El tránsito del intervencionismo al dirigismo estatal en la economía, avanza y se propone movilizar los recursos financieros a través del Banco Central.
FRACASO DEL PLAN PINEDO
La falta de apoyo político hace naufragar el plan propuesto; "modernizante" pero tardío, con muchas cláusulas provisorias y sin contar con el respaldo de una amplia alianza socio-política.
De todos modos, a través de su lectura queda al descubierto la importancia creciente que cobra el mercado interno para los empresarios, militares, obreros e intelectuales. "El Plan Pinedo de 1940 y la economía política mercadointernista del peronismo originario -dirá Juan José Llach- fueron dos momentos cultminantes del gran debate sobre el desarrollo económico nacional."
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En septiembre de 1940 el presidente Castillo nombró al frente del Ministerio de Hacienda a Federico Pinedo (abuelo del Federico Pinedo-Pro), dirigente del antiguo Partido Socialista Independiente y exponente del ala liberal de la Concordancia, el bloque de fuerzas conservadoras y liberales a cargo del gobierno. Hacía una década que los círculos tradicionales de terratenientes, comerciantes, banqueros y capitalistas extranjeros había derrocado al gobierno de Hipólito Yrigoyen e impuesto, primero una dictadura de signo nacionalista y contenido profundamente antinacional, y luego una democracia de carácter fraudulento.
El ciclo de apogeo de la próspera semicolonia agroexportadora, basada en la renta diferencial de la pampa húmeda e inserta en la órbita del viejo imperio británico, hacía tiempo que evidenciaba signos de agotamiento.
A ese contexto intentó «responderle» el Plan Pinedo, que era una especie de «letra chica» del Tratado Roca-Runciman y que consistió -en resumen- en lo siguiente:
partía de reconocer la declinación irreversible de Gran Bretaña como metrópoli industrial de la vieja semicolonia agroexportadora, y tomaba nota de la posición gravitante en que quedaría Estados Unidos luego de la guerra. Significaba, en este sentido, un giro del eje de la dependencia que tenía por punto de apoyo una triangulación comercial. Las divisas, producto de las exportaciones agropecuarias, que el gobierno inglés mantenía congeladas, debían ser sustituidas por créditos de Estados Unidos, aplicables a la compra de máquinas, equipos e insumos fabriles que el antiguo imperio ya no podía suministrar. A su vez, a cambio de los cereales y de la carne vendidos a precio fijo y sin interés por los productores argentinos, el país recibiría títulos de la deuda británica y acciones de las empresas ferroviarias instaladas en el país, que el gobierno habría de nacionalizar según un plan elaborado por el propio Pinedo cuando era asesor de esas compañías. Un capítulo central del Plan consistía en la compra por el Estado de los excedentes de las cosechas que no tenían entrada en los mercados europeos, y en el fomento de las industrias manufactureras y de la construcción, para sostener el nivel de actividad económica y neutralizar los efectos de la desocupación. A tales fines el Banco Central dispondría durante cinco años (período de emergencia) de los depósitos movilizables de la banca privada, con los cuales constituiría un Organismo de Financiación que otorgaría créditos a 15 años a las industrias cuyos artículos no compitieran con las importaciones, y tuvieran posibilidad de exportación. Para las empresas constructoras los créditos serían a 30 años y estarían destinados a promover la edificación de viviendas económicas, con bajo porcentaje de insumos importados. El proyecto incluía entablar negociaciones con los gobiernos de Brasil y Estados Unidos para echar las bases de una zona de libre comercio que abarcase el país del norte y el sur de América Latina.
¿Por qué se cayó? No fueron razones estrictamente técnicas sino exclusivamente políticas la que frustraron el plan, que no llegó a ser nada más que eso, un plan para «subsidiar» una industrialización cautiva y dependiente del Estado.
A lo sumo se proponía mantener la estructura manufacturera existente, amenazada por una nueva crisis con la consiguiente repercusión social sobre la estabilidad de la dominación oligárquica. El mensaje que el Poder Ejecutivo envió al Congreso no ofrecía dudas al respecto. En relación a los estímulos fabriles advertía que “ello no significa, desde luego, que toda industria debe ser fomentada. Debemos precavernos del error de promover aquellas producciones que tiendan a disminuir las importaciones de los países que sigan comprando nuestros productos en medida suficiente para pagar esas importaciones. De lo contrario crearemos nuevos obstáculos a las exportaciones: hay que importar mientras se pueda seguir exportando”.
Sin embargo, pese a la claridad de esta declaración de propósitos, el contenido del Plan provocó una fuerte diferenciación dentro del bloque de clases gobernantes. Los criadores agrupados en Carbap y en las sociedades rurales del interior, organizaron una feroz resistencia apoyados por la UCR, mientras que la Sociedad Rural no lo objetó en principio, pero advirtió contra el peligro de fomentar “industrias artificiales”. En cambio, la Unión Industrial le dio un caluroso apoyo y a la Bolsa de Comercio le pareció razonable respaldar la actividad fabril existente. Las divergencias reflejaban los realineamientos que se habían producido en el seno de las clases propietarias a lo largo de los años 30. Los ganaderos medios, cuyo negocio era la cría, querían a toda costa mantener el viejo status quo agroexportador, bloqueando todo desenvolvimiento fabril, amenazara o no las importaciones provenientes de los países compradores. Su interpretación de la vieja consigna de los años dorados —“comprar a quien nos compre”— no admitía variante alguna. La posición del radicalismo alvearizado, representante de las capas medias rurales y de la pequeña burguesía urbana ligada al aparato de los servicios, era la misma. No era el caso de los invernadores que, asegurado el mercado británico del chilled mediante las cuotas asignadas en el Pacto Roca-Runciman, podían exhibir una posición más flexible. Constituían el núcleo central del poder oligárquico y estaban en mejor posición para comprender la necesidad de aceptar ciertos cambios para preservar su presente hegemonía. Además, ciertas modificaciones se habían operado en los círculos dirigentes de la oligarquía, a partir de la derivación de parte del capital comercial radicado en el circuito agroexportador hacia ramas fabriles que operaban con altas tasas de retorno.
La consolidación de Bunge y Born en los años 30 como corporación inicialmente dedicada a la comercialización internacional de la producción cerealera, y luego diversificada en inversiones agroindustriales y fabriles ligadas al negocio original, era uno de los casos ilustrativos de la ramificación del capital que se estaba produciendo. Al mismo tiempo, los cambios operados en la composición de la propiedad en las ramas industriales a raíz del crecimiento de la inversión extranjera, eran considerables. De acuerdo a la estimación de Adolfo Dorfman, en 1935 la mitad del capital invertido en la estructura fabril pertenecía a firmas extranjeras.
La mayor expansión registrada en este campo durante las décadas del 20 y del 30 correspondió a compañías norteamericanas. Simultáneo a la consolidación de esta presencia gravitante, se había desarrollado un marcado proceso de centralización y concentración del capital, al punto que en vísperas de la segunda guerra mundial un reducido núcleo de establecimientos (menos del 5 % del total) generaba más del 50 % del producto industrial y daba ocupación a más de la mitad de los obreros fabriles.
Sin embargo, para imponer la reorientación del capitalismo dependiente que suponía el Plan Pinedo, se necesitaba algo más que el apoyo entusiasta de la UIA y la aceptación parcial y con estrictas reservas de la Sociedad Rural. La influencia de los círculos tradicionales del status quo oligárquico era suficiente todavía para resistir los cambios. El Plan y el proyecto de ley correspondiente fueron aprobados por el Senado el 18 de diciembre de 1940 por 17 votos contra 3. Pero la Cámara de Diputados nunca llegó a tratar la iniciativa.
El partido radical, que había ganado la mayoría en la cámara baja a principios de año, le reclamó al gobierno de Castillo, quién había reemplazado al presidente Ortiz en julio, que dispusiera la intervención a la provincia, anulara las elecciones tramposas y ordenase al Ejército controlar los próximos comicios en Mendoza. En caso contrario no aportarían número en la sesión, en la que además del plan del Palacio de Hacienda, debían tratarse el Presupuesto y la Ley de Armamentos de Militares. Pinedo, consciente de la gravedad de la situación, propuso una fórmula de transacción a Marcelo T. de Alvear, titular del Comité Nacional de la UCR: en las próximas elecciones y mientras durase la guerra, conservadores, liberales y radicales presentarían listas cuyo primer tercio o mitad se elaboraría de común acuerdo. La dirección de la UCR, cuyos senadores habían votado contra el Plan, exhibiendo una posición cerradamente antiindustrial, se manifestaron proclives a aceptar la propuesta, siempre y cuando fueran anuladas las elecciones en Santa Fe. Sin embargo, a quienes no les cayó bien la iniciativa fue a la dirigencia del Partido Demócrata Nacional, cuya desconfianza precipitó la renuncia de Pinedo y el hundimiento de su proyecto.
Castillo siguió gobernando durante más de dos años, en su mayor parte con el respaldo de la oficialidad nacionalista del ejército, pero no pudo reponerser del «revés» parlamentario.
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La propuesta no preveía que la Argentina interrumpiera su provisión de alimentos a Gran Bretaña, país que pagaría estas compras entregando de manera gradual sus ferrocarriles instalados en la Argentina. A la vez, la Argentina podría adquirir de Estados Unidos sus necesidades de productos manufacturados, para lo cual el gobierno argentino recibiría del país del Norte un préstamo de 110 millones de dólares. De haberse concretado en la práctica la propuesta de Pinedo, ésta habría implicado una modificación de los términos de la relación triangular Argentina-Gran Bretaña-Estados Unidos y una inserción de la Argentina en el mundo sustancialmente distinta a la de las décadas anteriores.El plan despertó diversas reacciones, no sólo entre los actores económicos sino también entre los distintos partidos políticos, pero los apoyos no fueron suficientes como para darle el impulso que necesitaba para convertirse en política oficial. Su tratamiento parlamentario quedó trabado en la Cámara de Diputados y su fracaso desencadenó la renuncia de Pinedo.
No obstante, este plan sentó un precedente muy importante para la orientación económica en los años venideros, ya que contribuyó a cimentar una visión favorable acerca de la industrialización y del desarrollo del mercado interno, dos elementos que caracterizarían luego la política económica del peronismo.
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FRACASO DEL PLAN PINEDO
La falta de apoyo político hace naufragar el plan propuesto; "modernizante" pero tardío, con muchas cláusulas provisorias y sin contar con el respaldo de una amplia alianza socio-política.
De todos modos, a través de su lectura queda al descubierto la importancia creciente que cobra el mercado interno para los empresarios, militares, obreros e intelectuales. "El Plan Pinedo de 1940 y la economía política mercadointernista del peronismo originario -dirá Juan José Llach- fueron dos momentos cultminantes del gran debate sobre el desarrollo económico nacional."
Saludos